Cuando se aborda un proceso de auditoría, es normal verse inmerso en dudas sobre los cambios que sería necesario abordar y la oportunidad de los mismos. Esto ocurre en el mejor de los casos, ya que, en ocasiones, la actitud recta e inflexible del auditor no lo permite, avocando la auditoría a un mero proceso de fiscalización de la gestión que no aporta valor alguno a la empresa.
El primer y más importante error está en la circunstancia anterior, motivado también por la excesiva resistencia al cambio de la empresa y su miedo a que “le saquen muchas cosas”, que genera una actitud defensiva ante el auditor, concebido como un enemigo al que esconder o disimular los puntos débiles del sistema.
Por tanto, la primera función y, posiblemente la más importante, se centra en generar el clima de confianza adecuado para hacer posible una colaboración centrada en la mejora del sistema de gestión. Algunos puristas piensan que el mal llamado ‘colegueo’ ( para nosotros ‘talante’ ) resta rigor técnico a la auditoría y, nada más lejos de la realidad, permite acceder a todos los rincones del organigrama y la gestión de la organización. La información, en cantidad y calidad, es fundamental para realizar el mejor diagnóstico, por tanto, la habilidad más importante del auditor empieza por conseguir este objetivo.